Se recostaba en la pared mientras perdía la mirada en el blanco del vendaje que le cubría el pie.
Cuando conocí a Francisco le acababan de amputar dos dedos. Paulo y él habían llegado esa mañana al Centro de Defensa nerviosos y desconfiados, venían huyendo de la fazenda en la que trabajaban. Estaban agotados después de dos días caminando y haciendo autostop.
Francisco, ausente, parecía estar poco interesado en el relato de su compañero, quien entre aspavientos explicaba cómo habían caído, junto a otras 25 personas, en un infierno de falsas promesas.
Un intermediario que les ofreció trabajo en el campo, comida, techo, un salario que enviar a la familia... Y una realidad en la eran explotados, menos reconocidos que los animales que les rodeaban y que bebían de su misma agua, una realidad en la que eran vigilados y humillados. Una espiral de deudas y miseria.
Esa vez eran Francisco y Paulo, pero a diario esas mismas historias, envueltas en la más agria humillación las cuentan otros rostros, Antonio, Valdeison, Raimundo, Cleison, Edvaldo, José, Justino, Zé y un largo etcétera.
Francisco trabajaba en la construcción de un establo cuando la viga que trasladaba quedó enredada en un cable de alta tensión. No recuerda más, sufrió una descarga eléctrica que lo dejó convulsionando en el suelo. Paulo, que estaba a pocos metros, salió corriendo en busca de ayuda a la casa del dueño de la fazenda que lo recibió con un portazo, no sin antes advertirle que no intentara sacar de allí a su compañero. La finca estaba a unos 20 km de la ciudad más cercana y sólo el propietario disponía de una camioneta.
A los 9 días, sin haber recibido ningún tipo de asistencia médica después de recibir el shock, el patrón visitó a Francisco para examinar las quemaduras de las manos y del pie derecho, en el que comenzaba a extenderse la gangrena. Tras un rápido vistazo le aconsejó lavarlo y cubrirlo con un paño para protegerlo de las moscas que se congregaban a su alrededor debido a la putrefacción. El patrón era médico...
A los 20 días el olor a podrido era insoportable, los dos dedos estaban completamente negros y a Francisco comenzaron a fallarle las fuerzas, su compañero y él huyeron haciendo autostop. Dos días después estaban en el Centro de Defensa de la Vida y de los Derechos Humanos de Açailândia.
Paulo contaba cómo consiguieron escapar cerrando los puños, mirando nervioso hacia los lados e intentando contener las lágrimas, pero la rabia ganaba el pulso.
Esa rabia es la que hoy lleva a muchos como Paulo a arriesgar sus vidas para denunciar este crimen, y gracias a ellos en 2008 fueron liberadas 4.418 personas. Seres Humanos que recuperan la libertad pisoteada por una panda de mafiosos que gozan de la impunidad que les concede el dinero. Algunos no volverán a perderla, otros murieron intentando alcanzarla, la falta de oportunidades hará que muchos vuelvan a quedar atrapados en el trabajo esclavo.
Francisco recuperó su dignidad, se la arrebató al fazendero, a ese que gracias a una justicia lenta y corrupta todavía no ha sido condenado.
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